Pasos de Elefante
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          Historias de Amor

Yo también tuve un stalker

25/7/2015

 
Mi vida amorosa cambió cuando entré a la universidad. Qué digo cambió, empezó cuando entré a la universidad. Mientras estuve en el colegio fui imperceptible a los ojos de los manes que veían en mí un palillo sin tetas y sin culo, algo así como un niño más. Grillo me decían y Grillo se quedaron diciéndome, cosa que no me molestaba ni me molesta porque mi apellido, además de original y bonito, es una marca registrada de enorme recordación.  Los mejores años de mi vida fueron, sin duda, los de la universidad. Esos 10 semestres transformaron mi autoestima, me dieron libertad, me enseñaron aquello que quise aprender y me sacaron las carcajadas más largas y profundas de toda mi existencia.
Tan diferente de lo que representó para mí el presidio del colegio, la experiencia de la universidad me hizo evolucionar: al contrario de muchos de mis compañeros que por años y años, casi rozando el incesto, se cuadraron entre ellos, se comieron entre ellos, eran amigos únicamente entre ellos y se relacionaban sólo con ellos, yo cambié de película y de protagonistas. Conocí gente nueva, viví el presente y me monté, con el cinturón flojito, en la montaña rusa que me ofreció la nueva vida. 

Recuerdo que en primero y segundo semestre me parecía extraño, rarísimo que los manes me miraran. Yo venía de la invisibilidad y de repente las luces brillaban sobre mí. Me empezaron a mirar, a preguntar, a invitar a salir. Aparecían loquitos que me mandaban cartas o me daban runas* tratando de conocerme.  Al principio resistí,  esto no es conmigo, me decía, y pasaban de largo más seria de lo que siempre he sido. Supongo que ahí se empezó a formar la fama de antipática que después inundaría los pasillos. Luego fui cediendo, soltándome en el baile, empezando a experimentar de qué se trata el ruedo de la conquista, cómo funciona el lenguaje del levante, cómo se juega el tire y afloje del interés. Aunque empecé muy tarde en esas lidias, y viví a los  20 las cosas que normalmente se viven a los 15 (digo normalmente porque ahora las cosas de los 15 las están haciendo como a los 11, cosa espantosa) las experiencias fueron justas y correctas, y en el desempate me hice un partido tan bueno que aquellas gambetas son hoy estas historias. 

La aterrizada en una tierra desconocida y fértil, el reconocimiento de sus matices y la adaptación a sus climas trajo también situaciones extrañas. Fue de a poquitos, primero como meras casualidades, luego como coincidencias planeadas y por último como sustos inminentes. Empezó en Kioskos, las tienditas al lado del lago donde íbamos todos los huecos a comer con mis amigas. Yo pedía mi pastel de carne con nestea de limón y nos sentamos en una mesita a hablar de tipos, de trabajos, de los otros, de esos temas despreocupados con los que se hila el tiempo del ocio.

Fue Lore, mi mejor amiga  de entonces, quien primero lo notó.


-     Ale, me dijo, mientras le daba un mordisco al pastel. Mira para allá con disimulo, estoy que veo a estos tres manes hace rato.

-     ¿Dónde? Le respondí yo mientras trataba de ubicarlos con los ojos semicerrados.


-     Allá, volvió a decirme apretando las sílabas entre los dientes mientras  inclinaba un poco la cabeza en dirección al trío.

 Despistada y cegatona  por naturaleza, no hubiera notado que la terna venía sentándose hace ya varios días muy cerquita a nosotras, ni hubiera reparado en ellos, si Lore no me lo hubiera dicho. Eran tipos normales, lo que uno dice uno más. Estaban con sus maletas encima de las mesa mientras hablaban, y de vez en cuando miraban hacia donde estábamos y, después, seguían hablando. Ay Lore, ni idea quiénes serán estos locos, vámonos qué llegamos tarde, le dije sin darle mucha importancia al asunto. 

Y aunque ese día lo dejé pasar, el tema empezó a tomar fuerza cuando los encuentros dejaron de ser casualidad.  De repente me los encontraba cada vez más seguido y en todo tipo de circunstancias. Uno de los tres era un tipo de estatura media, pelo oscuro y medio crespo, tenía las cejas pobladas y la nariz grande. A pesar de que no nos conocíamos empezó a sonreírme cada vez que me veía. La sonrisa, sin embargo, no era tan intimidante como la mirada: sus ojos apuntaban fijo, sin parpadeo ni desvío, mirándome como si le debiera plata, como si no lo hubiera saludado después de habernos visto anoche, como si me hubiera reconocido de una vida anterior. 

Y este qué o qué, le dije a Lore cuando ya habíamos captado que los encuentros con los manes no eran un chispa del destino. Ale, te está echando los perros, mira cómo te mira, me dijo. No fregués, le dije, lo que me faltaba pues, el stalker. Los encuentros continuaron y se acrecentaron. El personaje se convirtió en aparición: si terminaba de sacar las fotocopias y daba media vuelta para abrirme paso entre la gente, ahí estaba mirándome, sonriéndome. Si salía del baño de mujeres y caminaba tres pasos lo veía recostando contra la baranda roja de las escaleras, escrutándome hasta que entraba al salón, si entraba a la biblioteca ¡oh sorpresa! que lo veía en las mesitas de vidrio con un libro entre las manos, mientras levantaba la cabeza y me seguía observando.  Tanto fue el acoso  y tanta la mamera que me empezó a producir  (que ni echaba pa’lante ni echaba pa’tras) que cambié Kioskos por el Embarcadero y si acaso teníamos que ir, mandaba de avanzada a Lorena para que hiciera un reconocimiento del terreno y, habiéndome dicho all clear, pudiéramos ir por el pastel de carne.

En ese punto era obvio que el stalker quería llamar mi atención y había escogido la técnica de la mirada tipo flecha: establecer contacto visual con el objetivo hasta captar su atención. De hecho, yo misma he usado tal práctica muchas veces en mi vida, no puede gustarte alguien y no míralo para hacérselo saber. El problema fue que el personaje se quedó patinando en esta etapa y la convirtió en un acoso real que fue pasando de castaño a oscuro. A la segunda semana de encontrones yo ya estaba teniendo pesadillas con el stalker, se me desdibujaba como un payaso de terror y no sabía que era peor: si que me hablara o que no.

La conquista, así como las relaciones, tiene etapas clarísimas que tienen que ir realizándose, surtiendo efecto de a poco. Así como, generalmente, uno pasa de la amistad al noviazgo, del noviazgo a la conocencia, del concubinato al matrimonio  y del matrimonio a los hijos, la contemplación debería llevar a la acción.  Hay que hablar, hay que decir algo, hay que lanzarse a clavar los banderines, con riesgo de corneada y todo. Por quedarse detrás de los burladeros hasta que se acabó la corrida, el stalker pasó de prospecto de amigo a protagonista del horror. 

Lo seguí esquivando tanto como pude, quitándole la cara cuando lo veía, diciéndole sin palabras, a ver cuál es que es la pendejada. Recuerdo que uno de los momentos más críticos, cuando me sentí verdaderamente acechada y dije, no, no más, fue en medio de una clase de comunicación para el desarrollo.  Mientras le parábamos bolas al profesor, recibí una noticia de Lore que decía “mira a la puerta”, así que giré mi cabeza y vi lo impensable: asomado por la ventanita cuadrada y pequeña que tienen las puertas de los salones había una  cara completamente pegada al vidrio, unos ojos que me buscaban  y un par de crespos que caían en su frente. Cual chucha de acuario, el stalker se había dejado de disimulos y de pendejadas ¡qué encuentros en el cajero ni que coincidencia para subirse al bus! Esto era de frente: sin disfraces y a plena luz del día, él quería que lo viera, que me diera cuenta de que  estaba ahí, de que me estaba esperando y de que no tendría manera de escapar.

Jueputa, le dije a Lore con risa nerviosa, y este tipo qué. Ay Ale, no sé, pero si ya tuvo el valor de pararse ahí… Qué valor ni qué valor, ese lo que es es un guevón, ya me está asustando pero  ni crea que se va a salir con las suyas, le respondí.

Pasé el resto de la clase mirando de reojo, con la atención lejos de la teoría de la modernización mientras mi mente tejía planes de emergencia: que le cuento a mis papás, que hablo en la Facultad, que lo enfrentó de una vez y lo mando pa’ la mierda, que no, tampoco tan exagerada, que perro que ladra no muerde. La clase terminó, y entonces me levanté como un resorte, me puse mi maleta y con el cuaderno todavía abierto salí del salón confundiéndome con la manada de gente que entraba y salía. 

No pasaron más de dos días cuando nos volvimos a encontrar. Esta vez frente a frente y sin escapatoria. Antiguamente, los caminitos de ladrillo que zigzagean por  la universidad estaban custodiados a lado y lado por unos arcos metálicos de unos 40 centímetros de altura que no dejaban salirse del recorrido a menos de que uno, para aterrizar en el pasto, cogiera impulso y pegara un brinco.  Dos personas de ida y dos personas de vuelta se veían en aprietos para poder pasar y siempre había que ladearse un poquito para hacer campo. En ese camino, a quince metros de distancia, nos encontramos el stalker y yo  por última vez. 

Cuando lo reconocí y dije mierda venía caminando con sus dos amigos.  Lore, qué hacemos, qué hacemos. Se acercaba con los ojos negros y esa sonrisita de medio lado. Nada, Ale, nos tocó seguir. Caminaba con la maleta colgada de una sola tiranta sobre el hombre izquierdo.  Lore, cambiemos de lado.  Se volteó y les dijo algo a los amigos.  No lo mires Ale, háblame, háblame.  Faltando cinco metros para cruzarnos también se cambió de lado para quedarme de frente.  Sí, hablemos de otra cosa, cuéntame cómo te terminó de ir aye…

No terminé de decir la frase cuando lo sentí. A menos de 10 centímetros de mí, y cuando quise esquivarlo para seguir mi camino, ¡MUACK! me chantó un beso sonoro y fuerte en la porción de mi mejilla que alcanzó a rozar antes de que los reflejos me hicieran voltear la cara.

Aturdida, asustada, confundida sin entender qué carajos acababa de pasar ni a qué hora este personaje que ni siquiera me había preguntado mi nombre (aunque supongo que con esas habilidades de acosador se debía saber hasta mi ciclo menstrual) me daba un beso como si fuéramos íntimos amigos, como si nos estuviéramos reencontrando después de mucho tiempo, como si acabáramos de hablar, aceleré el paso y me perdí entre la gente.

-     ¿Qué fue eso?, me preguntó Lore unos metros más adelante.

-     No tengo ni idea.

Lo que ratifiqué a partir de ese insuceso es que esa no era, no es y nunca ha sido a la manera de abordar a alguien. Después del violento baboseo me sentí atacada, traspasada en los límites de la distancia y el respeto. Y eso que, ya ustedes saben, lo amplia que es mi tolerancia al oso, al propio y al ajeno, pero toda la asechanza coronada por esta invasión había sido suficiente. 

El semestre acabó pronto y nunca jamás volví a ver al personaje. Supongo que se graduó o salió a práctica o bendito sea dios simplemente se olvidó de mí. Con él entendí lo que es un acosador en el sentido estricto de la palabra y, déjenme decirles, que el asunto no tiene nada de chistoso. Coloquial se ha vuelto el término “estoquear” para chismosearle el Facebook a alguien, de a pe a pa y con cada una de sus fotos y comentarios, acto que todos hemos hecho y que al final no tiene nada de malicioso más allá de conocer lo que el otro ya ha hecho público. Forzar los encuentros, montar la perseguidora e ir  así como así invadiendo el espacio mínimo ajeno raya en la manía y en todos los riesgos que de ella pueden derivarse.  Qué dijo pues el man, nos empezamos a saludar de beso y listo, novios. ¡Hágame el favor!

 Hay maneras y maneras y de casi todos los personajes que se me han acercado, o a los que me he acercado, por métodos no tradicionales, son hoy mis amigos. El amor debe ser tratado con pinzas y de verdad, nada, nada, nada lo espanta más que la metida a la fuerza, la insistencia torpe y el acorralamiento, comportamientos que no son más que un grito que anuncia el peligro. Tal y como huimos al oír las sirenas de incendio y las grabaciones de evacuación, corran, huyan, vuelen como un caballo desbocado cuando conozcan a un stalker que no pueda quitarles los ojos de encima. 
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