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Todos Estamos Locos

19/6/2020

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El sábado pasado llamé a mi hermana por teléfono. Hablamos 45 minutos de la cuarentena, los niños, el trabajo, la familia. Y ahí, en el recuento de los adelantos familiares Lina, seriota, me dijo:

   -Ale, estoy preocupada. Estoy viendo que en la familia hay mucho loquito y quiero investigarlo.  Saber qué genes tienen mis hijos. 

La carcajada resonó. No solo porque ahí está pintada mi hermana, que entre despistada y brillante vive la vida para ayudar a los demás, sino porque lo que me planteaba era una encrucijada sin solución. Un libro sin edición. 
​

  - Ni te preocupes le dije yo. Todos estamos locos. 

Y sí, claro, podemos echar un paneo por la familia, por esta o cualquier otra, para ver desfilar lo que ante cada par de ojos es una manada de desequilibrados. Eso tiene la locura, es un punto ciego. Somos buenísimos para reconocerla en los demás, pero pésimos para verla en nosotros mismos. No chistamos descubriendo pequeñeces que dan cuenta del trastorno, ¿lo viste, lo viste? Tiene como rasgos de mitómano, decimos. Yo siempre supe que no era normal, afirmamos. Qué pecaito, chifladito desde chiquito, opinamos. ​
Que todos estemos cobijados bajo la demencia no hace la situación menos perturbadora. En mis antepasados, así-así hay rasgos narcisistas, herencia de alcoholismo, depresión y bipolaridad. Estos legados y vaya usted a saber cuántos más, corren por nuestros genes y lo harán, mezcladitos con los patrimonios de otras familias, en los chiquitos que ya están aquí y en los que falten por venir. 

La genética corre como la mierda. Y todos, sin excepción, somos una mezcla de lo que se encuentra río arriba. Somos papá y mamá, claro. Eso nos dicen desde que nacemos. Los ojos de este, la nariz de aquel. Pero también somos las manías del tío abuelo, las debilidades del primo segundo, las obsesiones de la madre de la abuela. Somos tanto de lo que no conocemos, y de lo que nos cuesta conocer, pues de estas cosas no se habla en las familias. Todo se entierra en el secretismo y la vergüenza. 

Un buen día un tío entra en una manía, compra diez carros en un mes, consigue una novia y se va a vivir al campo. Solo entonces nos enteramos de que sufre de bipolaridad hace muchos años. Una foto en sepia recuerda a un abuelo inexistente que murió a los treinta años de causas desconocidas. Una indagación entre susurros descubre que terminó con su propia vida.  Una crisis familiar, un corazón roto, un abuso infantil nos quita las cobijas y nos suelta a los lobos. Nos hace ver que lo que llevamos por dentro se activa con lo que nos pasa por fuera y que domar a las bestias es muy jodido y requiere mucho valor. 

La vida es dura y dura poco, dice mi papá.  Todos encontramos maneras de vivirla, cuando estamos bien, y de sobrellevarla, cuando estamos mal. Todos acudimos a pequeñas ayudas, coping mechanisms, le dicen en inglés o mecanismos de adaptación o superación en la traducción al castellano. También los reconocemos en los demás y también los juzgamos sin compasión.

Nos parece condenable que alguien esté en antidepresivos, pero de lo más normal echarnos cuatro horas de ejercicio al día; sancionamos unas copas de vino diarias, pero nos creemos muy cuerdos echando camándula mañana y tarde; corregimos al que come carne y morcilla, pero juramos que ser
gluten-free nos hace mejores personas.  Todo, al final, son herramientas de aguante, rituales, creencias o sustancias que necesitamos para sostenernos, para vivir. 

Claro, estoy hablando de la parte cruda. De algunas enfermedades mentales que se pasan en los genes como cualquier otra característica heredada y sin alternativa. Ahí, todos y como en todo, vamos jugando a la ruleta. Nature and nurture, lo llaman en inglés. Es decir, lo que nos tocó y lo que nos pasó. De eso precisamente habla un libro maravilloso que leí hace poco. Se llama Hidden Valley Road y cuenta la historia de los Galvin, una familia de gringos en los años 60 que tiene doce hijos, seis con esquizofrenia. El libro narra los dramas de semejante situación y la manera en la que el análisis de este pool familiar catapultó el avance del estudio de las enfermedades mentales en los últimos veinte años. 

La historia es impresionante y la conclusión muy bella y aplicable a todos. “Hasta cierto punto, la biología es un destino. Eso no se puede negar. Pero somos más que nuestros genes, somos un resultado de la gente que nos rodea, de aquellos con la que nos tocó crecer y de aquellos que luego escogimos. Nuestras relaciones pueden destruirnos, pero también pueden cambiarnos y repararnos. Y sin darnos cuenta esas relaciones nos definen. Somos humanos porque la gente a nuestro alrededor nos hace humanos”. 

Y aunque tengamos la suerte de no traer los genes, o de no haberles visto la cara aún, igual estamos locos de mil maneras y en las pequeñeces de la vida. Por ejemplo, yo tengo una amiga a la que quiero mucho y a la que considero loca porque se toma un litro de Coca-Cola al día. Otra que es una pilera, pero que trabaja 18 horas diarias lo que para mí es el más crítico caso de delirio. Tengo una tía que cree en las conspiraciones, asegura que Obama es gay y que su esposa Michelle es transexual. 

También yo estoy loca. Me lo han dicho quienes también me quieren mucho. Loca porque hago crucigramas los viernes a las nueve de la noche, loca porque creo que el hombre más sexi del mundo es Bon Jovi (me gustan los viejitos) y loca porque no quiero tener hijos.  No entiendo, es que no entiendo, me dice mi hermana casi exasperada cuando se toca el tema. ¿Cómo te vas a quedar sin la experiencia tan divina que es tener un hijo? No entiendo, es que no entiendo, le contesto yo. ¿Cómo puedes imponerle la vida a un niño en este mundo tan difícil? Dos locuras y ninguna razón. 

Las muchas maneras en las que tenemos flojos los tornillos nos definen y nos acercan. Si buscan compatibilidad con las parejas afinen las locuras y verán que no fallan. Lo puedo decir yo que tengo unos padres-locos que están casados y haciendo locuras hace cincuenta años. Y ahí están juntos, felices y en su propia salsa de realidad salpimentada al gusto. También Nico y yo hemos alineado nuestras chifladuras. Somos ermitaños, huimos de los momentos-diva, con lo que nos casamos sin invitar a nadie, y no creemos en dios ni en ningún angelito. Estamos chiflados. 

Si entendemos que todos tenemos la teja flojita, de una u otra manera, y que nadie es normal tal vez nos haríamos la vida más sencilla. Sin tanto juicio, sin tanto control. Aceptarnos en la locura, primero, y querernos a pesar de ella, después, es lo que nos queda para alivianar la carga de estar vivos y de estar locos, y de tener que darnos cuenta de las dos cosas. 
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