Pasos de Elefante
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          Historias de Amor

Esta es la historia de mi amor adolescente

13/2/2013

 
Del que vive uno a los veinte, recién cumpliditos, cuando no sabe nada de nada y cree saberlo todo de todo. Uno, que a esa edad es un bobo, conoce a alguien ambientado por el aguardiente, las hormonas y la inexperiencia  y entonces piensa que ese mamarracho que está al frente es una encomienda del destino, un resultado de la alienación planetaria, un regalo coronado por un moño, un eres lo que he esperado todo mi vida (cómo si 20 años fueran mucho!).
Pero no, qué va, por lo general esos primeros amores no son más que anécdotas pasajeras, excursiones de descubrimiento, telenovelas exageradas donde uno se siente Marimar y el otro Fernando José. Por eso, cuando a mí me  llegó el arrebato adolescente y me dio por dármelas de Marimar me pegué una tragada (porque esa es otra: en esos años uno se traga, se encapricha, se obsesiona. Enamorarse, bueno, eso es otra cosa, eso llega más tarde, con un poquito más de camino recorrido, con un poquito más de madurez) increíble que me hizo no sólo fijarme en una clase de hombre que hoy me resulta ridículo, sino hacer cosas que, definitivamente, no volvería  a hacer.

El cuento empezó en un asado en donde un amigo de un amigo de un amigo me presentó a este amigo, que entonces me pareció el doble de Tom Cruise. (Primer síntoma de la traga, encontrarle parecidos con alguien famoso).

- De verdad, es igualitico-, le contaba yo a mis amigas de la universidad entre clase y clase llevándolas al borde de la locura de oírme el mismo cuento.  

Pues Tomcito, como lo llamaremos para proteger su identidad, era un tipo querido, con mucha más experiencia que yo, y con unas habilidades muy bien puestas, de conquistador y escapista. Además, Tomcito tenía una novia eterna e intermitente, con la que terminaba y volvía, terminaba y volvía mientras me involucraba en su pequeño juego dándome el muy importante rol de llanta de repuesto. Pero yo, en mi traga infinita, no era capaz de decir que no. No importaba los juramentos que hiciera cada vez que me enteraba de que había habido reconciliación.

- Te lo juro, Natty, te lo juro-, le decía yo a mi prima entre sollozos y lágrimas,- está sí el la última vez, la última vez.

Pero muchos intentos pasaron antes de que al cuento llegara por fin el punto final. Uno de esos incluyó lo que yo considero ha sido uno de mis grandes episodios de amor (con todo y lo tímido que fue y con lo pequeño que resultaría ante, estoy segura, verdaderas aventuras amorosas). El caso es que en un diciembre Tomcito se fue a pasar vacaciones a donde su familia y yo a donde la mía. Las ciudades, que quedan relativamente cerca, ardían en ferias y fiestas de fin de año así que una vez culminó el Ana Nanita Nana, Nanita Nana, Nanita E-Á, le dije a mi prima.

-  Empaca maletas porque nos vamos.

-  ¿Nos vamos? ¿A dónde?, me preguntó ella asustada.

-  Pues a ver a este man.

Y así fue. Después de llamar al amigo del amigo del amigo y  avisarle nuestra inesperada visita (sí, no te preocupes, en cualquier colchoncito nos podemos acomodar), arrancamos  las dos en flota, con una muda en la maleta, cincuenta mil pesos en el bolsillo y la premisa de sólo se vive una vez, qué carajos.

Sé que pasamos muy bien. Sé que vimos cabalgatas, caminamos por las calles, bailamos salsa y tomamos aguardiente como si no hubiera un mañana. Sé que conocimos amigos, improvisamos planes, comimos chicharrón y tomamos lulada. Y sé que en medio de todo eso, y mientras llegaba la noche, mi mayor preocupación era, bueno, ¿y ahora cómo hago para verme con este man? ¿Lo llamo o no lo llamo? y si lo llama mi prima, ¿será que queda más disimuladito?

 - Natty, llámalo.

-  Ay, no Tis, qué oso y ¿qué le digo?

-  No sé, cualquier cosa, que estamos acá, que nos veamos, lo que sea… el caso es que ya estoy aquí y no me puedo ir sin verlo.

No me acuerdo finalmente cómo se concretó el tema pero efectivamente esa noche terminamos viéndonos. Nos encontramos en alguna fiesta y a mí, que me sentía la reina de la aventura, no paraba de saltarme el corazón. Además, para ese  momento nosotras ya llevábamos al menos diez horas de parranda y no teníamos intención de parar.

Esa noche, ya todos juntos, seguimos la rumba. Y pasamos por la fiesta del amigo, del amigo, del amigo. Fui feliz, cómo no, tenía a  mi lado a Tomcito, aunque fuera esa noche, aunque fuera un ratico, aunque yo fuera su comodín, su plan de desparche, su siempre lista.  Él – que para entonces no recuerdo si estaba en ON o en OFF con su novia- también la pasó bien y no desaprovechó el momento de tenerme ahí, en bandeja de plata, con todos esos kilómetros recorridos para propiciar el encuentro más planeado del mundo al que yo, sin embargo, había disfrazado de casualidad.

- ¡No puede ser!- le dije cuando por fin lo vi-, ¿Tú también estás aquí?, ¡Qué coincidencia!

Después de muchas horas más de fiesta finalmente volvimos a la casa donde, a mi prima y a mí,  nos habían acomodado muy amablemente dos colchoneticas en un piso helado lleno de pelos de gato. Con la luz del día pegándonos en la cara nos dormimos unas cuantas horas. Cuando nos levantamos éramos dos piltrafas con la garganta seca, el pelo enredado, el tufo más espantoso,  la ropa oliendo a mico, el maquillaje corrido y la lagaña en el ojo.

- Te das cuenta Natty-, le dije mientras la miraba con un par de ojos hinchados que no podía abrir completamente-,  ¿de qué en este momento somos miserables?

-  Miserables, Tis, completamente miserables-, me contestó ella desde la otra colchonetica mientras se quitaba los pelos de la cara.

Y, aun así, con toda la miserableza del mundo cayéndome encima me sentía feliz de haber vivido esas horas, con mis veinte años y mi corazón vagabundo. Claro, aquí es cuando uno se da cuenta de que el amor no es el mismo a los veinte que a los treinta, o a los treinta que a los cuarenta. Por ejemplo, hoy yo no organizaría un viaje tan desprevenidamente, ni me iría sin la certeza de saber dónde y en qué condiciones voy a dormir, ni trasnocharía más allá de las cinco de la mañana. Hoy ni siquiera me gusta el aguardiente.

No me creería Julieta ni le creería a Romeo. Difícilmente haría un viaje por ver a una persona sin estar segura primero de que también me quiere ver, y por nada del mundo me permitiría volver a ser opción y no prioridad.  Pero sobre todo, hoy, no volvería a perder la cabeza por cualquiera de los tantos Tomcitos que caminan las calles y que incluso con sus treinta años a cuestas, cuando deberían estar entendiendo el amor a la altura de su edad cronológica, prefieren seguir viviéndolo como si el reloj se hubiera detenido, como si las buenas mujeres se consiguieran en el súper mercado, como si la madurez de un compromiso diera alergia y como si tuvieran veinte en vez de treinta y, este hecho, que sin darse cuenta los empequeñece cada vez más, fuera su más grande y ostensible logro.

Próximamente: Hoy me levanté pensando en mi ex novio

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