Esta entrega se divide en tres historias que serán publicadas, semanalmente, a partir de hoy.
De la misma manera como ese reality que presentaban (o todavía presentan, no sé) en MTV en el que de aposta montaban una cámara escondida y a través de un blind date le jugaban a un pobre personaje la más pesada broma para ver hasta dónde aguantaba, mientras lo hacían sufrir y debatirse por abandonar o no tan funesto encuentro, podría fácilmente bautizar varias de las citas que tuve empezando mis veintes cuando trataba de: Los Perritos
1. Conocer gente y ampliar mi círculo social y
2. Conocer a alguien chévere. Y accedí a esos encuentros en los periodos en que estuve soltera y con ganas de dejar de estarlo, no le puse trabas a las fórmulas en las que uno conoce gente, sin pena accedí a salir en varias citas a ciegas pues me apego siempre a la primera y más básica regla de la vida y de la conquista: ayúdate que yo te ayudaré. Por eso me aterran las mujeres a quienes yo aterro cuando les cuento estas cosas. ¿¡Cómo!?, ¡Qué oso!, ¡Yo ni loca haría una cosa así! Y sin embargo muchas de ellas siguen relamiéndose en su soledad, preguntándose dónde están los tipos y por qué es tan difícil encontrarlos. Claramente, y como lo demuestran las historias que a continuación se narran, las citas a ciegas no garantizan nada; es más: poquísimas veces funcionan. Sin embargo, sí abren el círculo, sí quitan los miedos, sí son parte válida de la búsqueda, del ensayo y error, y sí, siempre sí, son absolutamente divertidas. Para mí siempre ha sido claro, clarísimo, que en materia de trabajo y de amor nadie va a venir a tocarme la puerta: ni los empleos ni los novios llegan solos, no señor. Esos campos son la mismísima jungla, y así como hay que batirse como gladiadores por una plaza laboral hay que estar, digamos, abriendo constantemente las puertas y con ellas las posibilidades de conocer a alguien. Claramente es un síntoma de crianza, un reflejo verdadero de la influencia que desde siempre ejerció mi hermana en mí: ella, que nació sin el empacho de la vergüenza, y a la que vi siempre como mi mejor ejemplo a seguir, me jodió el caminado cuando no tenía reparos en comprarse en la universidad, y en el mismo día, dos sánduches de roastbeef sólo porque la notara el personaje que los vendía y por quien ella se moría; o en ir a dejarle en el parabrisas del carro a este otro, que también le gustaba, una nota diciéndole que lo quería conocer. Sí, así fue mi hermana. Luego volvía a la casa y me contaba todas esas aventuras, mientras yo, siete años menor, me la imaginaba en esas justas, como una heroína, siendo el mismísimo Quijote de los Osos, ejecutando sus fallidos planes de amor con la misma ingenuidad del hidalgo caballero, sin importarle demasiado, riéndose en el camino. Pues claro, ¿qué podía salir de ahí? Yo, una hermanita sin filtros, una pequeña Sancho Panza que emula a su héroe, una persona que se ha ganado a pulso y con el sudor de su frente dos honoríficos reinados: yo soy, cómo no, la Reina de la Cita a Ciegas y la Reina del Proceso Laboral. Porque eso sí, he tenido tantas de las primeras como de los segundos, aunque me hayan cuajado más los segundos que las primeras. Tan influenciada estaré en cuestiones de amor por mi hermana que este blog es gracias a ella: le sigo pagando la promesa de escribir, algún día, las aventuras que salieron de todos los ridículos que hicimos, que hizo, que me hizo hacer. En fin, varios de ellos se dieron gracias a las citas a ciegas, muchas de las cuales fueron como de reality show: un verdadero desastre.
Hace años mi hermana trabajó en un banco y ahí se le ocurrió arreglarme una cita con el entonces practicante de esa noble institución. Era un chino querido, hiperactivo, hablador, que de una accedió al plan, sin conocerme si quiera, sin haberme visto en una foto, con la descripción y la palabra de mi hermana como única prenda de garantía. Cómo habrán cambiado las cosas en tan corto tiempo que ni Facebook había – o al menos ninguno de los dos tenía – así que no hubo manera de hacer espionaje previo ni trabajo de inteligencia.
Como siempre, salimos de a dos. El con un amigo y yo con mi prima, sí, de nuevo mi prima. Nuestra dinámica era como un dominó: mi hermana me daba un empujón y yo, a mi vez, le daba uno a ella para empezar a tumbar las fichas, a jalar la cadena, a caer en la espiral de incertidumbre y adrenalina de este juego de apuestas, de estos dados arrojados a la ruleta. Nos recogieron en la casa, hubo un par de saludos tímidos y nos montamos en el carro. Creo que en este tipo de situaciones siempre sufrirán más los tipos: su única preocupación – y más a esa edad – es si la vieja está buena, si aguanta. En ese momento les vale guevo si la vieja es querida, buena conversadora, pilísima. No: ellos esperan un par de Angelinas, unas viejas despampanantes, unas cositas ricas. Y sin embargo, son conscientes de que esto ES una cita a ciegas. Uno, en cambio, como que viene más curtido, menos ensoñador, más conforme. Uno sabe, sabe, que ni por el mejor golpe del destino va a llegar el Brad, así que lo único que quiere, después de haber accedido a ese encuentro, es que el man le salga medianamente chistoso (lo suficiente para no padecer lo que dure la cita), le pague la cuenta (porque donde no paguen la primera vez eso sí es una pelada de cobre muy horrible) y tenga la decencia de volverlo a dejar en la casa, justo donde lo encontró. El resto es ganancia y uno lo sabe. - No esperes nada – me solía decir mi hermana antes de salir, como para librarse de toda responsabilidad, como quien le da el último pincelazo a su obra maestra. Las expectativas no son buenas – remataba. Después de dar algunas vueltas mientras decidíamos a dónde ir, terminamos en Oma que no es ni muy, muy, ni tan, tan, apenas como para una cita con desconocidos. Nos bajamos del carro y noté algo que no había visto: mi cita, mi date, tenía un arete en la oreja. Y a mí siempre me han parecido fatales los manes con arete en la oreja (muy distintos a como me parecen los manes con piercing en la ceja, ¡papasitos!). - ¿Y tú te vas con eso al Banco? – fue lo primero que se me ocurrió preguntarle, cuando no me empezaron a cuadrar las ideas de lo que pensé que era – un banquerín – con su verdadera personalidad – un rock star atrapado en una corbata. - Me lo pongo cuando salgo del trabajo – me contestó con total frescura, anticipando la actitud que tendría el resto de la noche. Pedimos algunas cervezas y hablamos de cualquier bobada. Sin embargo, más temprano que tarde – y tal vez ayudada por el arete – supe que el man no me gustaba. Era querido y chistoso pero ya. Y aunque mis murallas se alzaron y muy pronto supuse que esa cita se quedaría en esa cita, ya estaba ahí, ya habíamos pasado lo más difícil, así que dije, bueno, vamos con la mejor actitud hasta el final. Las cervezas se terminaron y como no eran ni media noche, decidimos irnos a rumbear a un chuzo de mala muerte. Mi prima y el amigo de mi date, que también estaban jugando cartas al azar, tampoco compaginaron así que nos quedamos por ahí los cuatro, tratando de bailar y sobre todo, tratando de oírnos en medio del estruendo de la música. Mi date empezó a tomar, mucho y muy rápido, y ante mis ojos continuó su metamorfosis en ídolo de la canción: sacudía su cabeza y sus hombres acompañando el compás de la música con el chasquido de sus dedos mientras mascaba chicle y tomaba aguardiente. Empezó a hablar más y más bobadas, empezó a hablarme al oído, a tratar de echarme piropos que no le salían del todo bien mientras yo hacía galas de mi artes taurinas: olé por aquí y olé por allá. Continuó persistiendo hasta que mi cara de aburrimiento fue evidente. Ya no quería estar más en ese bar, ya no quería lidiar con los tragos excesivos de un tipo al que acababa de conocer, ya no quería fingir la sonrisa ni bailar: me quería ir ya para mi casa dando por terminado todo este teatro. Entonces, cuando mi cara de vámonos se hizo demasiado evidente, mi rock-date dejó de bailar y me miró fijo, con sus ojos azules. Arrastrando las palabras como lo hacen aquellas personas que se la toman suave, entonadito por el alcohol y con un tufillo a anís, dijo: - Pero es que yo te echo todos los perros, todos, y tú… tú no me devuelves ni un perrito, ni un perrito. Era verdad. Ni medio ladrido si quiera había salido de esta parte de la cancha. Mucho menos con todo el desenlace de la situación. Y aunque esa vez tampoco fue, y volví a casa con un sabor agridulce en la boca, nunca he podido olvidar esa desastrosa cita ni la frase de los perritos. El rock-date es un buen tipo y estoy segura de que, aunque conmigo no hubo ni una salida más, alguien debe estar hoy cuidándole la jauría con enorme felicidad. Espere en el volumen No. 2 de Disaster Date: El doctor Comentarios |
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